Cuando uno se
matricula en un seminario de filosofía, titulado Guerra, milicia y humanismo y termina hablando de las bases más
fundamentales de su credo católico, contrasta sus ideas con las de otros
compañeros y culmina el curso sometiéndolo todo a la figura de María, no puede
más que quedar sorprendido por el avance de los acontecimientos. Por eso, en
este comentario, me gustaría plasmar una idea última, que a ejemplo de la
mentalidad latina cierre todas las ideas volviendo al inicio, haciendo un
círculo.
Para ello que mejor
que María con la que cerrábamos todas las reflexiones y que es a la vez el
mayor ejemplo de piedad, como empezábamos las clases. Dice la traducción,
realizada por el insigne Lope de Vega, al himno gregoriano del “Stábat Mater”: La Madre piadosa estaba junto a la cruz y
lloraba mientras el hijo pendía. Esto nos pone ante María, como una mujer piadosa que llora la muerte de un caído
por una causa justa. Volviendo de esta manera a los conceptos iniciales de
caídos y de piedad. Si el mayor acto de piedad era el enterrar a los muertos,
hay que constatar que María será una de las personas que están presentes, en la
muerte y en el entierro de Jesús, y como bien indican, una vez más las
devociones populares de nuestra tierra (misterio de la Carretería), ella se
encontrará con tres necesidades en este momento para poder ejercer su ejercicio
de la piedad. ¿Cómo podía una galilea pobre encontrar una escalera, para
bajarlo; una sábana, para envolverlo; y un sepulcro, para enterrarlo, estando
tan lejos de su tierra? Pues gracias a la generosidad de los que reconociendo
la caída de un justo (José de Arimatea y Nicodemo), se ponen a honrar la
memoria del que más vale honra que barcos, o lo que se podría decir, más vale
una causa justa que todos los bienes funerarios del imperio romano.
Pues ante el misterio
de la muerte, siempre me ha sorprendido aquella historia que se cuenta de
Alejandro Magno, el cual pidió que en su funeral se le trasladara en una caja
de madera con los brazos fuera, portado por los mejores médicos del momento y a
su paso se fueran esparciendo objetos de valor. De esta forma pretendía
demostrar que ante la muerte las manos poderosas se entierran en debilidad, ni los
mejores médicos del mundo pueden evitarla y todos los tesoros que acumulemos
quedan en este mundo de tránsito. Y esto de la muerte le ocurre hasta al mismo
Dios, que no quiso privarse de nada en su estancia en la tierra. Igualmente,
ante la muerte del que es verdadero Dios, nos hayamos con que junto a él
permanecen mujeres, un joven y un par de incógnitos pseudo-discípulos que no
habían llegado a creer del todo lo que decía, pero reconocen en su muerte una
causa justa.
Así también se vale
Dios de los últimos, para honrar todos los períodos de la vida, incluida la
muerte. Pues pudo haber sido devorado por alimañas en el árbol de la cruz y,
sin embargo, es acogido en el sepulcro por caridad, de uno, todo sea dicho, de
los miembros del propio sanedrín que lo había condenado. Como el acto de piedad
que supone enterrar a los muertos.
Pero Cristo, no podía
ser un muerto cualquiera, sino no hubiera podido demostrar su grandeza como
hijo de Dios en la tierra y por eso momentos antes cuando estaba agonizando se
permite rasgar el velo del templo. No con la delicadeza con la que Novalis,
señala al joven novicio que se acerca a la estatua de Isis y delicadamente
retira el velo de la cara, sino que Dios ante la muerte de su hijo, arranca el
velo del Santo de los Santos donde para los hombres de su tiempo, él habitaba.
Abandona los límites demarcados y lo posee todo, causando grandes terremotos y
desafiando toda lógica (hasta los muertos anduvieron fuera de sus tumbas).
Y a pesar de que
ocurriera todo esto, es sorprendente que pocos permanecieran junto a él, entre
los que ignoraron lo ocurrido, no supieron interpretarlo y los que estaban
ocultos por el miedo. Volvemos a darnos cuenta de quienes están en el sepulcro
ese día: Unas discípulas femeninas (María entre ellas), un joven discípulo
(Juan) y dos seguidores que no entenderían ni su papel en la escena (José de
Arimatea y Nicodemo). Luego, con el paso del tiempo, habrá el que quiera
apuntarse el tanto de haber matado a Dios, cuando en realidad ni estaban allí
presente, estos serán los filósofos de la sospecha, con Nietzsche de portavoz
diciendo que Dios ha muerto. Como si no lo supiéramos, lo que pasa que él no ha
comprendido la segunda parte.
Una segunda parte en
la que debemos de hacer referencia al principio cristiano de la Kénosis. La
Kénosis que significa el abandono, en la que el hijo abandona la condición de
dios, y toma la posición de esclavo, pasando por uno de tantos, como dice San
Pablo. Kénosis que, en este caso, significa el abandono de la potencia
originaria y la elección de lo débil, lo mortal. Es dejar atrás la forma del
Dios padre, para tomar la forma del esclavo, una estructura de libertad que
marca la auténtica religión. La que no sufre nostalgia del poder perdido. La
que no se pierde en la memoria de un origen poderoso. Su divinidad se ve velada
en la cruz, ya que no deja de ser dios y toma una condición de presencia en la
debilidad del hijo, esta podría llegar a ser una postura maniquea, pro también
es necesario de vez en cuando ver a Jesús como vencedor del mal, ya que es el
sumo bien. El que se entrega por los
otros sin dejar de ser el dios bueno, que vence al pecado, como una especie de
dios malo, o mejor aún el no-Dios (filosóficamente diríamos el no-ser).
Pues para esto de la
muerte, que sería el no-ser, tiene una respuesta Jesús, pues no se queda en la
tumba, descansando en paz, sino que sale de ella para callar más de una boca, y
demostrar una vez más que es verdadero Dios. Como vemos en la bonita reflexión
del himno de vísperas ¿Qué ves en la
noche, dinos centinela?, cuando nos dice “nunca tan adentro tuvo al sol la
tierra”, lo cual me sigue recordando el mito de la caverna de Platón. Ya no es
necesario que salgamos de la caverna para ver el sol, pues el propio sol se nos
ha metido dentro. Se ha encarnado en la tierra. Seguramente porque ya estaba el
propio sol cansado de tener que esperar fuera y de ver que seguíamos
contentarnos con las sombras del interior de la caverna. Tal vez deberíamos de
haber intentado con más ahínco hacer el esfuerzo de salir. Aunque no digamos
que no se está bien ahora con el sol dentro y al resguardo de la cueva.
Pero seguimos mirando
a ese Dios que está muerto y con un cuerpo lleno de llagas y heridas,
maltratado, castigado. Pero aun así nos dice el anteriormente citado himno:
“Cristo entre los vivos y la muerte muerta. Dios en las criaturas y eran todas
buenas”. Si es que la muerte de Jesús rompe esquemas, es impensable de una
forma racional saber que ha ocurrido con la muerte de Dios. La muerte de verdad
no la de los filósofos que con palabras escritas piensan suplir lo que sus
antecesores no lograron en el campo de batalla, como aquellos equipos de fútbol
que no marcan un gol y quieren ganar partidos en los despachos. Pero Dios no es
de palabra sino de acciones. Por eso sustituye el famoso descansa en paz, con
el saludo de la vida: la paz esté con vosotros.
Y todo esto es
gracias a que resucita. De ahí la grandeza de la muerte de Jesús, en que de la
debilidad, se produce su enaltecimiento en una vida resucitada. Y dice la
gente, no sabemos que hay tras la muerte porque de allí no ha vuelto nadie.
Falso, sabemos que el que ha vuelto que es Jesús nos trae una vida nueva. Una
vida que escapa de los estándares de cuerpo físico o espiritual. Es un cuerpo
glorioso, una mezcla de ambos. Un cuerpo capaz de comer pescado y a la vez de
atravesar paredes.
Un cuerpo glorioso
que se presenta ante María Magdalena por la mañana y hasta la tarde no llega a
los discípulos que van camino de Emaús, y mientras tanto ¿Qué hizo en ese primer
día de su nueva vida? Pues una tradición popular nos lo sitúa yendo a consolar
a su madre. Seguramente de este encuentro no hay constancia evangélica porque
maría se reservaría para ella las palabras de su hijo. Todas las cosas las
meditó siempre en el corazón. Ella solo habló para dar gloria a Dios
(magníficat), para animarlo a hacer lo que tenía que hacer (bodas de Canaán) y
para encarnar el misterio de Dios (la encarnación). Pocas apariciones hace y
nunca en protagonismo propio. Pero me gustaría pensar que como buen hijo corrió
ante los brazos de su madre para comunicarle la buena noticia de la
resurrección.
Más adelante la
quemaría con las llamas del Espíritu Santo, cuando la ya anciana parturienta, estuviera
amamantando con su fe a la recién nacida Iglesia. Pues María estaba como madre
en medio del cenáculo el día de Pentecostés. Como madre que había parido a los
pies de la cruz a la Iglesia y que desde aquel día el discípulo la recibió en
su casa. Es el misterio de la Iglesia el que a su vez es engendrado por María.
Pues no solo encarna al hijo de Dios sino que además es la Madre de la Iglesia
desde el ara de la cruz. Siempre virgen y dos veces madre. Su primer parto en
Belén sin dolores ni sangre nos trajo a Jesús al mundo y, en su segundo parto, rodeada
de sangre y dolor nos trae a la Iglesia.
Pues María es una
testigo excepcional en la vida de Jesús. Es la que está siempre en los mejores
momentos, y además la que los hace posible. Pues no es cuestión de plantearse
el que a Gabriel le hubiera dicho que no. Por eso es tan importante María para entender
a Jesús, porque ella ha hecho posible que todo se cumpla. Ella es un
diccionario en el que entendemos el lenguaje de Dios no solo interpretado en el
hombre, sino que además practicado por el mismo hombre. Es una intérprete
magnífica de la palabra de Dios, y aunque aún no se haya pronunciado el
magisterio de manera firme, me atrevería a catalogarla de mediadora de la
gracia. Cosa que ya hizo el ángel Gabriel al saludarla con las dulcísimas
palabras: ¡Ave, llena de Gracia! Y casualmente este año se celebra en mi pueblo
los 800 años de la devoción a nuestra patrona, la virgen de Gracia. Si la
devoción popular lleva mínimo 800 años pidiéndole a ella la Gracia, y el ángel
en la anunciación la proclamó así, no sé qué esperan para dogmatizar lo que ya
es de facto una verdad teológica. Aunque voy a reservarme el ánimo a llegar a
estudiar teología, para pronunciarme con más conocimiento de causa. Esto solo
es una reflexión de un cristiano de alpargatas, que ha querido plasmar unos
pensamientos que tenía en la cabeza, fruto de todo lo que he ido rumiando en
este seminario sobre guerra, milicia y humanismo.
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